Son las ocho de la mañana. Los escasos metros que recorro hasta la cocina me dan el tiempo suficiente para darme cuenta de que ya está aquí. Y hoy es lunes, mal día. La ansiedad llega pisando fuerte. Enciendo el piloto automático de autodefensa que me instalé hace poco en el cerebro mientras relleno la cafetera, pero no parece funcionar. Trato de arreglarlo bajo la ducha. Tampoco. Salgo a la calle con la perra y me encuentro con que el día aún no ha llegado pero lo está intentando, peleándose con una espesa capa de niebla que me gusta. El día está empujando, ojalá que pierda.
Antes de volver a casa decido ir hasta la oficina de un amigo caminando. Me ha dado un trabajo más parecido a un favor que otra cosa, y me pongo nerviosa porque no quiero defraudarle. Me coloco el ipod a todo volumen. Arenal, Sol, Montera, Gran Vía, Fuencarral... de pronto me doy cuenta de que me he equivocado de calle, me he pasado de largo, me estoy alejando. Tras un quiebro, un coche para delante de mí. Es un todo terreno muy caro, conducido por un tipo encorbatado. Me da un vuelco el corazón. Es mi ex marido. Mientras dudo si darme la vuelta y tomar una calle paralela, salen de la puerta del copiloto unos zapatos de tacón imposible seguidos de unas piernas muy largas. El resto del cuerpo lo pierdo cuando, al pasar justo por el costado del conductor, soy testigo de una transacción económica y un beso mal dado. Continúo mi camino deseando con toda mi alma que se lo sepa hacer bien. Lo suficientemente bien como para que no se entere nunca su mujer. Porque los ex maridos separados siempre terminan llamando.
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