El viajero se aventura a través del laberinto
aunque apenas sí recuerda cuándo ni por dónde entró.
Supone que el camino ha de ser un laberinto,
pues adivina en lo nuevo reflejos del ayer.
Mas no son reflejos amables, son vástagos del miedo
pues le revelan que cae, que se derrumba hacia el centro.
¿Pero hay un centro acaso?
¿No cae hacia los bordes?
Piensa entonces que le es preciso un escondite
y a ratos se oculta por los rincones. Pero el miedo
corre a refugiarse en sus mismos escondrijos.
Piensa entonces que quizá se extravíe a la deriva
y que necesita un hilo que lo guíe en el laberinto.
¿Pero dónde amarrar el hilo?
Piensa entonces que siquiera el recuerdo podrá sostenerlo
y, cada atardecer, escribe un cuaderno de bitácora.
Éste es un cuaderno de bitácora a la deriva, el viajero
escribe como el timonel que, en un mar sin una brisa,
adivina que se acerca la tormenta del naufragio.
Escribe con desesperación:
no como el profeta, sino como el loco;
no para los Dioses: para las marionetas;
como la marioneta para las marionetas escribe.
Y el viajero sabe a veces, pero a veces nada sabe:
quién es, quiénes es.
Piensa a veces que transita por Europa
como una mosca por un cuerpo desnudo de mujer.
Otras veces se queda contemplando las páginas en blanco del
cuaderno de bitácora,
sin pensar en nada, o dibujando espirales.