Desde entonces, mi vida ha transcurrido casi todo el tiempo en una terminal de aeropuerto. Cada mañana, cuando salgo de casa para ir a trabajar en una oficina del INEM, de la que salgo a las tres, voy en el metro planeando la tarde, mientras saco mi mapa del bolso y lo extiendo lo mejor que puedo, sentada en mi asiento. Los viernes me voy más lejos, por eso la tarde entera transcurre entre el interior de un avión y dos aeropuertos.
En Barajas conozco a toda la tripulación de tierra, y a mi mejor amiga, Alberta, la vi por primera vez cuando me ayudó a colocar el equipaje de mano en un vuelo de Lufthansa. Es azafata.
Siempre que podemos, quedamos para darnos un festín de curry con AirIndia, y después ella se vuelve en el primer vuelo que salga hacia Abu Dhabi, en cuyo duty free trabaja el chico que le gusta.
Desde el día que nací, en aquel vuelo de la British, he tenido la sensación de que mi vida está marcada por aquel cupón de vuelos, y mi misión es volar, ya que yo puedo. No hay aeropuerto internacional que no conozca, y de los pequeños me quedan pocos, unos tres o cuatro. Los aeropuertos privados no me interesan, y los helipuertos, ni te cuento.
Ahora he quedado con mis padres en el punto de fumadores de la terminal tres del aeropuerto de Zurich. Por lo visto mi madre no está bien. Tantos cambios de presión la están afectando. Tengo ganas de verla. Y aprovecharé para reciclar las tarjetas de embarque, porque me ha contado Alberta que han puesto contenedores especiales en ese aeropuerto.
8 Mayo 2005
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