A veces hago el ridículo a posta. Yo no quiero hacerlo pero de mi boca salen palabras al mismo tiempo que sé que no quiero escucharlas. Entonces lo ridículo lo disfrazo de engaño. De miseria de plástico para hacerme daño. Lo deformo y lo ensancho. Y mis hombros se tensan y mientras yo sigo hablando, siento latigazos en el pecho, que yo me voy dando. Entonces callo para coger aliento, y me da tiempo a pensar, pero no a controlarme, sino que me termino de humillar. Y cuando ya no sé cómo salir, lloro. Y me abrazo. Y me duermo. Porque ya no tengo con quién discutir. Porque nadie es suficientemente capaz de hacerme más daño del que yo me pueda provocar.
2 Julio 2003
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