13.3.10

El invitado


Hace poco me llamó un amigo agobiado porque su mujer le había echado de casa. En esos días me acababa de mudar a un sitio más grande, así que tenía espacio para él, y para que entre su vida y la mía hubiera una distancia suficiente.
Los primeros días coincidimos muy poco, pero me alegraba encontrarme con los restos que iba dejando a su paso: una chaqueta tirada sobre una silla, un libro abierto en la cocina, una cuchilla de afeitar en el baño... La verdad es que, después de tanto tiempo viviendo sola, reconozco que las primeras semanas trataba de evitarle porque su presencia me inquietaba. Mi amigo es escritor, así que se pasaba los días encerrado en su cuarto trabajando.
La primera noche que coincidimos, nos tomamos una cerveza en la cocina y comenzamos a charlar como si tuviéramos mil cosas que contarnos. Terminamos borrachos medio viendo en la tele un concierto de Dylan, y yo después me quedé dormida.
Recuerdo que al día siguiente era sábado, y cuando me desperté podía escuchar sus movimientos, parecía que estaba trabajando. Movía papeles, urgaba en su estantería. A veces oía cómo se levantaba para ir al baño. Con el tiempo me aficioné a observarle de lejos, a espiarle. Me gustaba saber cuánto tiempo tardaba en arreglarse, y si tardaba lo mismo para salir con una chica o para bajar a comprar tabaco.
Cuando salía a la calle a pasear al perro me distraía imaginándome qué estaría haciendo él en ese momento, y al llegar a casa quería saber qué libro se estaba leyendo, y qué otro dejaba de lado de puro aburrimiento.
Sus columnas salían publicadas todos los jueves en un periódico nacional, y lo leía a toda prisa buscando entre sus líneas alguna pista más sobre su vida.
Entonces yo dejé de leer. Abría un libro, pero sólo pensaba en él, en qué estaría haciendo. Trabajaba muy poco, paseaba al perro lo justo, y me enganché a él. Mi vida giraba en torno a mi amigo, al que cuanto más espiaba, más se convertía en un desconocido. Hablábamos poco, cada vez menos, ya que yo no buscaba un diálogo con él, sino saber qué ocurría dentro de su cerebro.
Hasta que se fue. Me dijo que había encontrado una casa, y me pidió que fuera a estrenarla con él, que yo sería su primera invitada.
Cuando llegué, me dio un paseo enseñándome todos sus nuevos rincones. Fuimos cuarto por cuarto, me contaba todos sus planes, lo que iba a poner aquí, lo que tenía que comprar allí... y me mareé. De pronto sentí vértigo. Y me acordé de una noche, en un viaje que hice a Argentina hace muchos años, en la que sentí algo parecido al mirar al cielo. Entonces también me asusté. No reconocía lo que veía, no estaba la osa mayor, ni casiopea. El cielo no era el mismo porque aquello no era el hemisferio norte. Aquel no era mi mundo, era otro, nuevo, e igual de grande.

4 Septiembre 2006

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