Me despierto un
domingo por la mañana lluvioso y salgo a pasear a Brenan. Un anciano rebusca en
las papeleras y cubos de la basura del parque de asfalto y cemento que hay en
la esquina de la calle de arriba. Mi perra se acerca, se sienta a su lado mientras el hombre mete el brazo hasta el fondo de una papelera, y la perra
empieza a mover el rabo convencida de que en cualquier momento va a sacar una
pelota. El hombre se gira hacia mí, yo hago como que no le veo, pero al
descubrir que no está solo se va hacia un cubo más lejano. Al llegar a él vuelve los hombros para buscarme, y
al ver que continúo donde estaba, se aleja definitivamente.
La plaza tiene
restos de comida por todas las esquinas, latas, ropa tirada, zapatos, bolsas de
basura, y dos correas de perros con collares de pinchos enlazadas y abandonadas
en el suelo. Delante de un banco hay una vomitona, y el sonido de la manguera
de un hombre negro regando la calle inunda el silencio.
De vuelta a casa
me cruzo con dos mujeres que pasean a sus perros, uno cojo y con un ojo
vendado, y el otro tan viejo que parece un trapo mojado.
Hace frío. En mi
casa más.
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