Llevaba una mala racha tan larga, que empezaba a parecerse cada vez más a su nueva vida. De pronto el dinero, o mejor dicho, la falta de él, mandaba. Se había convertido en la unidad de medida para el tiempo, el espacio... el dinero lo medía todo. "No puedo hacer, comprar, regalar, consumir, crear, deshacer esto porque no puedo pagarlo". Tenía la sensación de que todos sus pensamientos eran sucios y olían a metal oxidado. Como los billetes usados. Se había ido a vivir a una habitación con cocina en un bajo interior, casi sin luz, y con varias familias de cucarachas instaladas desde generaciones. A éstas, con el tiempo - y también mucho, demasiado dinero - consiguió echarlas. Después de fumigar cuatro veces en cinco meses. Meses que se pasó inventándose cosas que hacer, lugares a los que caminar, paseos que dar, para no encerrarse en la oscuridad de su casa a plena luz del día. Entonces llegó el invierno. Las horas de luz se acortaron, y aquel agujero empezó a parecer más una casa. Una estantería que en poco tiempo se llenó de libros ayudó a dar sensación de calor. En el trabajo las cosas empezaron a mejorar. Pensó en mudarse. No podía pagar algo mucho mejor, pero tampoco tenía prisa. Algo encontraría. Hasta que un día se encontró con que iban a reabrir el local que estaba pegado a su portal. Era una taberna que antes llevaban unas chicas, y que por suerte no tenía mucho éxito, porque la pared de su habitación daba directamente con la del bar. Pero esta vez, lo iban a reabrir por todo lo alto. "El fin de semana que viene. Por el día va a ser cafetería, y por la noche fiesta". Aquello la dejó muerta. Ahora sí que tenía que salir de allí cuanto antes. No podía vivir en semejante agujero de menos de 20 metros, sin luz, y también con ruido seis días a la semana, hasta las 2 de la mañana. Se tiró cuatro días pateándose el barrio buscando otro apartamento, pero todo lo que veía era... indigno. Se fue quedando sin fuerzas. Se despertaba por las mañanas maldiciendo el día que llegó a ese cuchitril y contando las horas de tranquilidad que le quedaban. Hasta que llegó el viernes por la noche. Las nueve, las diez... pasó del enfado a la rabia, y de la rabia a la hiperactividad. Ordenó, barrió, fregó, cocinó... y allí no se oía nada. Entonces decidió salir a dar una vuelta con el perro y echar un vistazo. Nada más salir del portal, ya retumbaba el suelo. A través de los cristales de las ventanas vio a un grupo de gente bailando una música que se oía en toda la calle. Entonces uno de los dueños se acercó a la puerta y le hizo señas para que entrara. El volumen era insoportable y era imposible comunicarse sin gritarse al oído:
- ¡¿QUÉ TAL, VECINA?! ¡NO TE MOLESTARÁ EL RUIDO! PORQUE HEMOS INSONORIZADO!
Y se sintió la persona más estúpida del mundo. Pero no quiso además ser la mujer solitaria que se bebe un whisky en un bar con la única compañía de su perro, así que pidió un vaso de plástico y se largó a su casa con la copa, sintiéndose miserable por haberse preocupado tanto por algo que no llegó nunca a ocurrir. Hasta que se dio cuenta de que en el fondo llevaba toda la vida así. Entonces le entró la risa.
3 comentarios:
Grande. Muy grande. Más que 20 metros. A poco, va pareciendose a la autora. En lo grande. Muaks
Txuri, que me pongo colorá! un besazo de 20 metros o más!
:) me gustó!
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