También quería una cocina cuyas ventanas estuvieran donde el fregadero. Y poder mirar al cobertizo, y descubrír el rabo de Harvey, nuestro golden retriever clavadito al de ET, mientras el vapor del agua caliente iba empañando los cristales. Y luego tener a una madre vestida de bruja pero con pinta de putón, que nos pidiera pizzas mientras se le deformaba la cara por culpa del maquillaje derretido a causa del asco y la rabia que sentía hacía su marido, que la había dejado tirada por cualquier fulana. Y todo esto con el permanente sonido de aquel papel de fondo.
Pero aquí no había cobertizo. Ni perro. Ni ventana junto al fregadero. Más bien a mi casa se entraba por un portal grande y anticuado, decorado con los restos del salón de alguien que debió haber muerto hace muchos años, donde te daba los buenos días desde la portería un portero sin dientes, pegado a un ventilador cubierto de polvo y rodeado de sobres sin distribuir. Aquellos sobres tampoco sonaban como el papel de regalo. Eran tirando más bien a papel de estraza. En nuestra cocina, en lugar de ventanas junto al fregadero había un pequeño balcón que daba a un patio gris, desde el que se oían las conversaciones de las demás casas por encima de la sintonía de Radio Nacional, y entraba olor a ajo ajeno y a tortilla.
Pero a mí me daba igual, yo seguía con aquella ilusión, y de vez en cuando añadía mi granito de arena de color, a aquella vida de una España muy rara, donde los mayores competían por ser el que más había pasado hambre en la posguerra, y los pequeños soñábamos con visitar aquel rascacielos del anuncio de chicles Cheiw, ser Lucky Sky Walker, o apuntarnos a un cursillo de artes marciales.
Me moría por tener una bolsa gigante de M&Ms, y no un tubo de cartón lleno de Lacasitos colocados en fila india para que salgan de uno en uno, ordenados, como nosotros en el colegio. Ahhhh, y aquellas bolsas gigantes de papel marrón que te daban cuando salías de la compra... uf, soñaba con una de esas. Salir de un coche con los brazos abrazando una bolsa sin asas. No entendía muy aquello, porque las nuestras de plástico y con asas eran mucho más cómodas, pero... aquellas me volvían loca. Seguir a mi madre hacia el cobertizo perseguida por Harvey, con los brazos llenos de aquello, y que casualmente pasara por allí delante el autobús del colegio, en mi desgraciado caso se llamaba ruta, y dejar a todos los imbéciles de mi clase boquiabiertos. Porque eso sí. Mi visión del colegio era la misma que los adolescentes de las películas americanas. De eso ya me ocupaba yo. En seguida comencé a comer tiza y a poner el termómetro en la bombilla para no tener que ir.
Y pasó el tiempo. Y un día, mi madre y yo fuimos juntas al cine y ella, al salir, dijo: “¿Has visto? Las americanas siempre dejan los platos sucios de la cena para el día siguiente. Pasan de todo”. Desde entonces me di cuenta de que algo había cambiado. Mi madre también se fijaba. Y no sé cómo vino todo, pero mi padre se fue con una más joven, y mi madre se hizo rubia, con el pelo como duro. Se maquillaba cada día, y salía a dar un cursillo de algo muy absurdo. En poco tiempo aprendió a tapizar, a hacer collares, pulseras, gargantillas con cuentas “buenas”, que eran iguales que las malas pero más grandes. Decoraba maceteros, se subía a una escalera y daba blanco de España. En mi casa de repente había vida, movimiento, ruido. Teníamos el cable del teléfono más largo de todo el vecindario, y mi madre hablaba durante horas en las posturas más raras: pintándose las uñas de los pies, haciendo gimnasia delante de la tele mientras seguía un VHS desde el que gritaba órdenes Jane Fonda... Se teñía en casa, cambiaba el papel de la cocina cada dos por tres, hacía pasteles que luego no sabemos a quién se los regalaba... en fin, que mi madre, con aquel divorcio volvió a la vida.Y en mi casa entonces se escuchaba permanentemente el sonido del papel de regalo.
6 Diciembre 2005
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