Recojo al perro y echamos a caminar: plaza de oriente (turistas, perros paseando a dueños, puesto de helados y chocolatinas, tetrabricks que acompañan a vagabundos, charcos secos), jardines de sabatini (sombras de estatuas sobre el granito de un estanque seco, el Marca, un anciano, un cielo de tormenta en permanente gatillazo), templo de debod (turistas, palmeras despeinadas, botellas vacías, un coche de policía sin bicho dentro), y por fin, parque del oeste. Me siento bajo un árbol tan alto que parece gallego, buscando silencio. Una pareja se abraza, se besa y se aplasta a lo lejos. Un hombre mayor les espía con una mano apoyada en un árbol y la otra metida en un bolsillo hinchado. Cierro los ojos y me asusto al sentir sombra en la cara. Le doy fuego a un hombre con el corazón a mil por hora y me levanto para calmarlo. Sigo caminando. Me vuelvo a sentar en una sombra desde la que no pueda ver a nadie. Mi perro se tumba a mi lado. Un pájaro con pinta de viuda protesta desde un árbol y en seguida se le une un compañero. El primero se envalentona y baja, se acerca a baldo dando saltos. Le pica en el rabo y sale disparado. Mi perro le mira por encima de un hombro que no tiene y el pájaro vuelve a picarlo. A la tercera, se sienta a su lado, y los dos animales giran la cabeza en la misma dirección como si estuvieran en wimbledon, cada uno desde su tamaño. Hacen tan mala pareja que pegan. Por el rabillo del ojo los veo y juego a mover la cabeza en la misma dirección que ellos. Al cabo de un rato termina el torneo y baldo y yo volvemos a casa.
19 Junio 2006
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