Un andén metálico sobre el mar. El sonido del agua contra el acero. Un tren se acerca y pasa. Nadie a mi alrededor. El tren, sin parar, ha dejado a un hombre frente a mí. Me encuentra y me observa bajo el sol. Le caen gotas por la frente y su mirada se tiñe de sudor. Paso de la inquietud a la precupación. Sus ojos, ahora desolados, se cierran. Su cráneo gotea, disminuye de tamaño a medida que le aprieta el sol. Pierde la frente, las cejas, la nariz, que se convierten en manchas de sudor. Los hombros caen como hielo derretido. Quiero saltar a la vía, pero escucho a lo lejos el sonido de otro tren. Sus brazos, su cintura, se mezclan con el resto del líquido que encharca sus pies. El tren se acerca. Los tobillos se le van resquebrajando, partiéndose en chasquidos que en seguida me tapan las rápidas ventanas. Me asomo a toda prisa y sobre el hombre derretido, a lo lejos, ahora hay otros diez.
3 Junio 2003
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