9.2.12

Óscar Esquivias

Fotografía de Asís G. Ayerbe
¿Escribes siempre en el mismo lugar?
Como los zares, tengo un palacio de invierno y otro de verano. En mi casa de Madrid escribo en una habitación pequeña y estrecha, atestada de libros, frente a una ventana desde la que domino los tejados del barrio de Tetuán y, al fondo, atisbo las montañas. Durante los meses de verano, escribo frente a otra ventana, esta vez en el pueblo de Villandiego (Burgos), desde la que veo el huerto y la casa del vecino, el campanario de la iglesia, las laderas de los páramos y un cielo muy azul, cruzado de estelas de aviones. En realidad, para trabajar sólo necesito silencio, soledad y disponer de varias horas por delante; el lugar donde lo haga es hasta cierto punto secundario.

¿Escuchas música mientras escribes? 
Suelo oír música de cámara (sonatas de Scarlatti, obras de Bach, cuartetos de Haydn o Mozart, piezas de Debussy…). Con la música no busco más que propiciar un ambiente agradable que, además, amortigüe los ruidos que me puedan distraer (los sonidos que llegan de la calle, el motor del ascensor, etc). A veces, según el carácter de la historia que esté escribiendo, escucho obras concretas cuya expresividad sea afín al tono narrativo que quiero conferir a la atmósfera del relato.

¿Sueles llevar un horario estricto?
Escribo todos los días y, si puedo, a todas horas. Antes tenía hábitos más nocturnos, pero desde hace unos años soy incapaz de trasnochar: el sueño me vence y, pasadas las doce, caigo dormido allá donde estoy.

¿Utilizas cuadernos para tomar notas o lo haces todo a ordenador? ¿Qué tipo de cuadernos?
Siempre llevo una libretita de notas en el bolsillo donde voy anotando lo que se me ocurre. Son libretas sencillas y baratas que compro en los bazares chinos, de 7’5 x 10’5 cm., con una espiral de alambre en un lateral. Más o menos gasto una por mes; las lleno de anotaciones, dibujos y recortes de revistas o periódicos. Luego, todo ese material lo trabajo en casa, ya con el ordenador.

Cuando estás muy metido en la escritura de un libro, ¿te cuidas a la hora de elegir las lecturas para que no te influyan?
Más bien escojo cuidadosamente lecturas que me influyan. Me interesa todo aquello que me sirva para potenciar el espíritu del libro y el tono que deseo darle. Soy como un surfista que busca las mejores olas.

¿Hay algo concreto que no puedas/debas hacer mientras escribes?
Creo que soy la persona menos maniática del mundo, no se me ocurre nada que citar.

¿Tienes lecturas de descanso?

Casi todas mis lecturas son «de descanso». No me gusta leer por obligación y trato de zafarme de todos los compromisos. Incluso aquellas obras que leo para documentarme, procuro que sean placenteras (si no, las dejo). Por otra parte, lo que generalmente se entiende por literatura «ligera», a mí me suele parecer una pesadez insoportable.

¿Cómo es tu biblioteca personal? ¿Me la puedes describir?
Mis libros están repartidos entre Madrid y Villandiego, aunque su disposición en cada sitio es más o menos la misma. Están ordenados en cuatro grandes bloques: poesía, narrativa, diarios y obras históricas (esto último tomado en sentido amplio, ahí incluyo la crítica, el ensayo, los libros de arte, los de cine, etc). La poesía y la narrativa están ordenadas alfabéticamente por el nombre del autor, mientras que la parte histórica lo está por afinidades temáticas. A veces sospecho que la biblioteca tiene vida propia y que los libros saltan como monos de un estante a otro, porque lo que he descrito tan cartesianamente, a la hora de la verdad es mucho menos claro.

¿Qué casa de escritor te hubiera gustado visitar o has visitado y te ha fascinado?
Mi primer impulso ha sido responder que no he visitado nunca la casa de un escritor (salvo las de mis amigos, claro), pero haciendo memoria me he dado cuenta de que sí conozco unas cuantas, a las que he llegado un poco por azar, sin habérmelo propuesto previamente (curiosamente, a algunas ciudades sí he viajado a propósito porque en ellas se ambientan novelas que me gustan mucho, como Ferrara y Ruán, a las que fui por amor a Bassani y Flaubert, respectivamente). Respecto a las casas de escritores, me emocionaron especialmente la de Rosalía de Castro en Padrón y la de García Lorca en Fuente Vaqueros. También me gustaron mucho la de Julio Verne en Amiens, la humilde habitación de alquiler de López Velarde en México, el palacio de Pushkin en el barrio de Arbat de Moscú o el convento de santa Teresa en Ávila.

¿Te molesta que se doblen las páginas, que se arrugue el lomo al abrirlo demasiado, subrayas, anotas en sus páginas…?
De joven subrayaba, firmaba, fechaba y anotaba los libros (y hasta les calificaba, como si fuera un profesor corrigiendo exámenes). Ahora les trato con más amor y, salvo en los libros de poesía y de relatos –en cuyo índice señalo mis poemas o cuentos favoritos–, todo lo apunto en una libreta aparte.

¿Tienes algún tesoro en tu biblioteca? Primeras o raras ediciones, dedicatorias…
Creo que, vista con ojos de anticuario o de bibliófilo, mi biblioteca no valdría gran cosa. Tengo algún libro dedicado por escritores amigos, pero no poseo ediciones antiguas ni raras y ni siquiera uso ex libris.

¿Tienes algún rincón especial en tu casa para leer?
El sofá de casa y la cama son mis sitios favoritos. Y cuando hace buen tiempo, la terraza. Leo lejos del ordenador porque si lo tuviera al lado creo que no podría resistir la tentación de ponerme a escribir.

¿Lees poesía? 

Me encanta la poesía, no podría vivir sin ella. La leo en cualquier lugar y con la misma disposición de ánimo que cualquier otro libro.

¿Sueles acudir a bibliotecas?
Voy mucho a las bibliotecas públicas, siempre para sacar libros prestados (confieso que no me gusta trabajar ni leer en ellas y sólo lo hago cuando no me queda otro remedio; por esta razón, he pasado muchas horas en la Biblioteca Nacional leyendo libros que no podía encontrar en ninguna otra parte). En Burgos, la biblioteca que más he frecuentado es la Gonzalo de Berceo de Gamonal. En Madrid hago mucho turismo bibliotecario y voy regularmente a varias, sobre todo a la Rafael Alberti, en el distrito de Fuencarral. Allí encuentro muchas obras de autores actuales que me interesan y, además, la arquitectura del edificio me gusta mucho (pese a lo empinado de sus escaleras, en las que he estado a punto de matarme varias veces). También acudo con frecuencia a la Biblioteca Central –que sale en mi novela Viene la noche– y a la Vázquez Montalbán.

¿Me podrías hacer un canon de libros?
De niño, mi canon occidental era más o menos este: El sulfato atómico de Francisco Ibáñez; Las joyas de la Castafiore de Hergé; Astérix gladiador de Uderzo y Goscinny; las historietas de Anacleto, agente secreto, de Francisco Vázquez; La flauta de los pitufos de Peyo y una sección del TBO que se titulaba «La Habichuela», que me encantaba.

A los doce años, habría añadido El libro de la selva, de Kipling.

A los trece, Ciberíada de Lem.

A los catorce, Crimen y castigo de Dostoievski.

A los quince, Capitán de quince años de Verne.

A los dieciséis, La interpretación de los sueños de Freud.

A los diecisiete, La ciudad y los perros de Vargas Llosa.

A los dieciocho, La peste de Camus.

A los diecinueve, España en su historia de Américo Castro.

A los veinte, Cuento de hadas en Nueva York de James Patrick Donleavy.

A los veintiuno, Boquitas pintadas de Manuel Puig.

A los veintidós, El metro de platino iridiado de Álvaro Pombo.

A los veintitrés, El otro nombre de la tierra de Eugénio de Andrade.

A los veinticuatro, El lenguaje perdido de las grúas de David Leavitt.

A los veinticinco, Detrás de la puerta de Giorgio Bassani.

A los veintiséis, La perorata del apestado de Gesualdo Bufalino.

A los veintisiete, Tokio ya no nos quiere de Ray Loriga.

A los veintiocho, Estampas de ultramar de Aníbal Núñez.

A los veintinueve, Los ojos vacíos de Fernando Aramburu.

A los treinta, La sombra del pájaro lira de Andrés Ibáñez.

A los treinta y uno, La peste bucólica de Alejandro Cuevas.

A los treinta y dos, Viaje de invierno de Charles Baxter.

A los treinta y tres, Léxico familiar de Natalia Ginzburg.

A los treinta y cuatro, 2666 de Roberto Bolaño.

A los treinta y cinco, El álbum negro de Hanif Kureishi.

A los treinta y seis, El taco de ébano de Jorge Riestra.

A los treinta y siete, Como una historia de terror de Jon Bilbao.

A los treinta y ocho, la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo.

A los treinta y nueve, Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia.

Bueno, en algún caso no estoy seguro de que ese libro llegara a mi vida con la edad que indico, así que me he guiado por la fecha de edición del volumen que tengo por casa. Tampoco sé precisar cuándo conocí Lo prohibido de Galdós, Rojo y negro de Stendhal, Hymnica de Luis Antonio de Villena, La educación sentimental de Flaubert, la obra poética de Garcilaso de la Vega o Wisława Szymborska, los Diálogos de Platón, las greguerías de Gómez de la Serna, Interpretaciones de poesía y religión de Santayana o La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine.

¿Hay algún clásico con el que, por alguna razón, no hayas podido?
La verdad es que he dejado sin terminar pocos libros, clásicos o no. Recuerdo una novela que me irritó especialmente: Yo, el Supremo, de Roa Bastos. Llegué hasta la penúltima página y me negué a leer los párrafos finales. De esto hace ya muchos años y a menudo pienso que debería darle una segunda oportunidad, que quizá yo estaba ofuscado o poco preparado para tal lectura; quizá era demasiado joven, excesivamente rígido en mis gustos literarios, no sé. Lo cierto es que fue un libro que me repelió.

¿Qué clásico que sabes que vas a disfrutar no has leído aún?
José y sus hermanos, de Thomas Mann. Me encanta el relato original tal y como aparece en el Génesis y también me apasiona la literatura de Mann, así que estoy seguro de que me esperan muchas horas de placer.

¿Hay algún tipo de libros que nunca leerías?
Siento un rechazo instintivo por los libros que se anuncian con las palabras best seller. Es algo superior a mis fuerzas: veo esos lomos gruesos, las fajas llenas de elogios sospechosos, las portadas brillantes en las que se asoman templarios, tataranietos de María Magdalena, científicos torvos, agentes de los servicios secretos y demás patulea, y me entran espeluznos. Es algo que no debería decir en alto, porque en la edición de bolsillo de alguna de mis novelas los editores –en un alarde hiperbólico casi gongorino– también añadieron lo de best seller a la portada.

¿Cuándo viajas escribes?
Viajar me estimula mucho la imaginación y siempre se me ocurren mil ideas cuando voy sentado en la butaca de un tren o de un avión. Pero, lo que se dice escribir, sólo lo hago cuando vuelvo a casa y estoy tranquilo, sin moverme de mi cuarto.

¿Te has encontrado alguna vez en un mercadillo o librería de viejo alguno de tus libros? ¿Qué sentiste?
Sí, y a veces con dedicatorias manuscritas. La verdad es que me hizo ilusión. Yo he comprado muchos libros en rastros y mercadillos y sé que, muy manriqueñamente, todo libro está condenado a terminar en el mar de los saldos y de las ferias ambulantes, pero en este caso no para morir sino para tener una segunda oportunidad. Yo conocí a Kafka, Pavese o Céline, por citar algunos autores que me entusiasman, en uno de estos tenderetes. Me parece estupendo que mis libros se mezclen con los suyos.

¿Has coincidido alguna vez con alguien por la calle o en el metro, leyendo uno de tus libros?
Creo que no.

¿Libro en papel o digital? ¿Tienes Kindle o algún tipo de lector electrónico?
La verdad es que sólo he leído libros en papel. Me acabo de comprar un Kindle, pero todavía no lo he estrenado.

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